Dedicado a todos mis exalumnos y amigos artistas
Cuando sepa escribir cuentos mejor que ahora, escribiré uno cuyo nombre tentativo es Mis héroes muertos, sobre el problema que supone el tipo de personas que crecemos admirando en sociedades carentes de educación emocional y en sentido de vida.
¿Quiénes llenan el vacío de las sociedades modernas en cuanto a educación emocional? ¿Quiénes son nuestros referentes más comunes en cuanto a sentido de vida? Los clichés (o tropos) del artista atormentado y/o el poeta maldito, al igual que ciertos dichos populares, tales como “sexo, drogas y rock n’ roll” o “vive duro, muere joven” nos dan una pista interesante. El mejor ejemplo concreto de todo ello es el tristemente célebre Club de los 27, o sea, el grupo de estrellas de rock y pop que han muerto a sus veintisiete años de edad, básicamente gracias a que sus vidas ya estaban destruidas por estilos de vida insostenibles. La lista arranca con luminarias sesenteras de la talla de Jim Morrison, Jimmy Hendrix y Janis Joplin, y en décadas más recientes ha cobrado la vida de nombres tan icónicos como Kurt Cobain y Amy Winehouse.
Si sumamos muertes trágicas a edades un poco más avanzadas, como las de Taylor Hawkins y Gustavo Cerati, e incluimos además otras disciplinas artísticas, con muertes tan increíblemente tristes como la de Robin Williams, la lista es aterradoramente larga. Y los clichés, tan estúpidos[1] como peligrosos: desde la creencia de que sólo se puede crear cuando se está triste o emocionalmente inestable, hasta la igualmente estúpida pero mucho más detestable, de que sólo se puede crear intoxicado con sustancias psicoactivas, que además ahora se revuelve con la moda insulsa de que sólo son posibles las experiencias espirituales trascendentales si se han consumido hongos o sustancias similares. Un conocimiento avanzado de la glándula pineal y la química cerebral, no cabe duda; tan avanzado como el que suelen tener los gurúes de esas modas sobre física cuántica.
Como mencionaba yo en el primer episodio de El Megazín, De Tronchatoros, Patch Adams y otras especies, leyendo a Bukowski me percaté de que el primer caso célebre del artista atormentado fue el del poeta prerromántico Chatterton, allá en 1770, lo que quiere decir que el problema es centenario, podría decirse que típicamente moderno, y no algo que nació con el rock. El estereotipo ridículo del poeta maldito no hace más que ratificar la sospecha. Pues bien, resulta que muchos crecimos admirando a este tipo de artistas. Es más, quienes crecimos con un hueco en el alma (lo cual, bien sabrán los psicólogos, puede suceder por situaciones tan naturales como haber perdido a uno de nuestros padres a muy corta edad, como en mi caso), crecimos idolatrándolos, buscando en ellos nuestros modelos de vida, de comportamiento, nuestros referentes de significado y propósito. En suma, fueron ellos nuestros educadores emocionales. ¿Qué tal estamos de referentes? Dejaré la pregunta para desarrollar en otros textos y episodios de El Megazin.
Prolepsis a mis casi cuarenta años y, en el concierto de Blur, el pasado 21 de noviembre en Bogotá, cuando Damon Albarn se bajó a hacer crowd surfing en las primeras filas, y mientras todas las personas a mi alrededor batallaban por acercarse a él y ojalá manosearlo, como si de una peregrinación a La Meca o Transmilenio en hora pico se tratara, yo caí en cuenta de dos cosas: 1. Que tal vez ya estoy muy viejo para aguantar un concierto entero en las primeras filas. 2. Que, a pesar de haberlo soñado desde la adolescencia, no podía importarme menos acercarme a Damoncito lindo, ni mucho menos tocar sus medias ni su pantalón ni su cuerpo de Darren cincuentón, tan confundido como la mayoría de otros adultos, que tienen trabajos diferentes, pero no necesariamente menos glamurosos que el suyo. Mi yo adolescente de hace veinte años me estaría escupiendo en la cara en este momento.
No quiero que se me malentienda, yo no veía a un mal tipo encima de ese montón de adolescentes sedientos de significado y propósito. Damon es un gran músico, con una ética laboral admirable, cuya producción musical en su mayoría es sensacional y que acierta en casi todas sus colaboraciones, salvo cuando de conejos se trata. Pero también veía yo a un tipo confundido, triste, con una mezcla de pedantería e infantilismo casi inescapable para el rockero inglés estereotípico, que hace muy poco, aunque todavía no sabemos cómo, arruinó un matrimonio que parecía ejemplar para una celebridad. Mejor dicho, un tipo cuya música me gusta pero que ya no es, como lo fue durante tanto tiempo, un referente de vida para mí ni mucho menos el genio que solía considerarlo cuando era un polluelo puberto y desesperado.
Lo mismo me pasó con todos mis demás héroes muertos, sean los de El club de los 27, aquellos cuyas muertes trágicas llegaron un poco más tarde, o los que aún viven pero igual los maté, como cuando Nietzsche se percató de que habíamos matado a Dios. Y es que, aunque tenemos todo el derecho a opinar que el Dios católico dista mucho de ser un modelo perfecto, y que lo mismo aplica para todas las otras divinidades, los hemos venido a reemplazar con… de todo, incluyendo los referentes más inverosímiles. Durante todos mis veintes yo dije que Bukowski era uno de los mejores seres humanos que habían vivido, sólo para que se hagan una idea. Cómo sería mi admiración por él y mis intentos patéticos de imitarlo, que mis amigos me decían cariñosamente “El Pollo miserias”. No está de más decirlo, no todos salimos vivos y (casi) ilesos de adolescencias tan insensatas, algunos de los amigos con quienes jugábamos fútbol y escondidas a los diez años llevan décadas de habernos dejado. Tal vez sean ellos nuestros auténticos héroes muertos, así sea por habernos recordado que no: nosotros NO nos queríamos morir; ni vivir duro; ni ninguna de esas idioteces.
Así que, para no alargar más esta reflexión, nos quedan las mismas preguntas planteadas al comienzo: ¿Quiénes llenan el vacío de las sociedades modernas en cuanto a educación emocional? ¿Quiénes son nuestros referentes más comunes en cuanto a sentido de vida?, sólo que con respuestas preocupantes. En otros espacios verteré toda mi bilis contra el materialismo, que para mí es sin duda uno de los grandes responsables de la crisis de sentido en la que llevamos por lo menos un siglo, pero por ahora baste decir que, cuando los pensadores ilustrados, así como algunos de sus más célebres detractores, como Nietzsche, se preciaron de haber matado a Dios y de haber desterrado a la iglesia católica de la esfera pública, fueron imponderablemente ingenuos al creer que no hacía falta reemplazarlos con nada.
“Las ciencias nos darán todas las respuestas”, habrán imaginado. Pues bien, en plena pesadilla posmoderna nos damos cuenta de que ni las ciencias naturales ni las ciencias sociales han logrado cumplir la tarea de llenar el vacío de sentido, no digamos ya satisfactoriamente… ¡Ni siquiera de forma paupérrima! No han hecho absolutamente nada al respecto, porque sencillamente no pueden, porque a partir de átomos o argumentaciones lógicas no se llega ni al significado ni al propósito (a menos que uno sea científico o filósofo o sociólogo y desentrañar los misterios del universo sea su propósito, su sentido de vida, pero ese no es el caso de la inmensa mayoría de las personas; los demás mortales parecemos necesitar otro tipo de historias y nuestros incipientes conocimientos científicos no dan para llenar el vacío de sentido). Así que es momento de empezar a preguntarnos, desde todas las disciplinas y, desde luego, desde la educación, cómo vamos llenar el vacío de educación emocional y el vacío de sentido que caracterizan a las sociedades modernas.
[1] Me perdonarán por el uso reiterado de esta palabra en el presente artículo, pero a ciertas ideas hay que darles los calificativos que merecen.
El Megazín – Capítulo I: De Tronchatoros, Patch Adams y otras especies