Juan Carlos Isaza
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Mi nombre es Juan Carlos Isaza Botero y lo que más me gusta en la vida es conversar: sentarme a hablar con una persona al calor de un buen café. Seguramente de ahí surgió mi fascinación por las historias, por contarlas, por leerlas, por recrearlas. La docencia, por su parte, es el segundo accidente más feliz de mi vida (siendo el primero mi vida). Descubrí algo que hago bien y que me ha permitido divertirme mientras me gano el sustento. Más aún, gracias a ella encontré el tipo de persona con la que más disfruto hablar: los adolescentes. Fue así como terminé enamorándome de un oficio que nunca pensé desempeñar en mis años de formación. Puedo decir sin temor a equivocarme que nada disfruto más que hablar con mis estudiantes, exalumnos y amigos adolescentes.
Además de las dos pasiones ya mencionadas, la espiritualidad y la fantasía son aspectos indispensables para mi bienestar y mis ganas de vivir. Creo que la vida sin fantasía es un error y una afrenta contra la humanidad, y dedicaré lo que me queda de esta visita a bordo de un pellejo humano a comunicar esa convicción a tantas personas como pueda. La inquietud profunda sobre qué hace que otras personas quieran vivir, vivir bien, vivir con ganas, con ímpetu, con pasión, eso que algunos autores llaman “sentido de vida”, me condujo a interesarme por el aspecto más formativo de la docencia y el gran desafío educativo de nuestra época: construir e implementar una pedagogía de las emociones, en un mundo que sigue en proceso de recordar que la humanidad no es y nunca ha sido solamente razón instrumental.
Un aprendizaje accidentado, lleno de parajes misteriosos, giros inesperados, personas extraordinarias, tropiezos, alegrías y pesares; entre instituciones académicas, tradiciones espirituales, experiencias terapéuticas y toda suerte de documentos de filosofía, psicología, espiritualidad y fantasía, me condujo a ser un aprendiz con cierta experiencia en ese ámbito nuevo, desafiante, interdisciplinar y transdisciplinar, que sencillamente no puede aprenderse en un salón de clase revisando las principales teorías que lo abordan. Las emociones se pueden estudiar, sin duda, pero sólo se aprehenden viviéndolas. Una razón más para apostar por el aprendizaje experiencial de varias pedagogías contemporáneas.
Creo firmemente, además, que una educación emocional concienzuda y significativa es la única opción política viable para luchar por las democracias, que siguen siendo embriones acechados sin tregua por el riesgo de nacer muertos. Nada logrará una política ignorante de las profundidades psicológicas individuales y transpersonales, con dirigentes vacíos de sentido trascendente, trabajando para sociedades esclavas de sus apetitos que deambulan a tientas de una adicción a otra.
Ha sido pues este periplo vital, que he intentado resumir como la deliciosa aventura que ha sido (procurando huirle a los formalismos del Curriculum Vitae, anacrónico, deprimente y estéril cual título de nobleza), el que me ha traído a este momento en el que asumo con orgullo, y no pudiendo sentirme más honrado, la Coordinación Académica de Alexandria. Siempre les he huido a los cargos de liderazgo, porque nada temo más que el autoritarismo de decirle a otros qué hacer y cómo vivir, sobre todo cuando no hay más fundamento para ello que la costumbre o un cuestionable sistema económico. No estoy dispuesto a volver a prestarle mi voz a proyectos en los que no creo. En Alexandria estoy en casa, en un proyecto educativo cuyo núcleo es la crianza respetuosa, horizontal y consciente, y que se propone trabajar con convicción y a cabalidad en la gestión de emociones y la formación en sentido de vida.
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